¿Cuándo sabe uno que está perdiendo
la cordura? El extrañamiento te golpea… ¿Eres tú o los que te rodean conspiran
en tu contra? Tal vez no sea cosa tuya. Tal vez sean los buitres los que te
sobrevuelan, intentando convencerte de que “ya no estás en tus cabales”.
Pero claro… esos olvidos…
Darío Beltrán, magnate del acero, nunca
había perdido de vista fechas, números o detalles. Y, sin embargo, hacía unos
días se había saltado una reunión por equivocarse de día. Poco antes, había
extraviado la carpeta con los movimientos bancarios. La mirada desconfiada de
sus hijos le escocía por dentro.
De lidiar en las trincheras del
negocio pasaba ahora a tener al enemigo en casa. O eso… o es que estaba
empezando a desvariar.
Dos años después de aquel ictus que
lo dejó seis meses en coma, Darío volvió a la empresa y encontró que el tablero
ya no era el mismo.
Mientras estuvo ausente, Bernardo, su
hijo mayor, administró la empresa con poderes notariales y bajo la supervisión
de Mario Belmonte, su hombre de confianza. Al volver, Darío descubrió que sus
hijos lo trataban con cautela, insinuando que sus despistes aconsejaban
“reorganizar” el mando.
Notaba que había cosas que cambiaban
de sitio, aunque él no recordaba haberlas tocado, o al menos, eso creía. Al
principio albergó dudas, hasta que empezó a hacer pequeñas comprobaciones:
anotaba en una libreta, que siempre llevaba consigo, cada vez que dejaba algo
en un sitio preciso. Y, cuando lo encontraba movido, revisaba su nota.
En una ocasión mientras anotaba en su
libreta dónde dejaba un sobre, escuchó unos pasos en el pasillo.
—¿Bernardo? ¿Eres tú? —preguntó, pero
el pasillo estaba vacío. Un olor a tabaco impregnaba el ambiente.
Volvió a su escritorio: el sobre ya
no estaba. Lo buscó sin éxito. Exhausto, se dejó caer. Al alzar la vista, el
sobre estaba allí, con una de sus esquinas arrugada y mojada.
Lo que más le inquietaba era cuando
oía su nombre en mitad de la noche. El sonido procedía de una de las
habitaciones del fondo. Empezaba como un susurro que iba aumentando en
intensidad. Cuando llegaba a la habitación cesaba, y al abrir la puerta se
encontraba con que estaba vacía.
Empezó a sentirse confundido…
pequeños lapsus mentales que se colaban por las rendijas de su conciencia:
luces encendidas que él creía haber apagado, voces que cuchicheaban a su paso
donde no veía a nadie…; temblores leves que escapaban a su control, recuerdos
de instantes felices en compañía de sus hijos.
Aún le venía a la mente la imagen de
Bernardo a su lado en los momentos críticos, como si aquel Bernardo leal no
hubiese sido sólo un espejismo sino un recuerdo real.
Le costaba dilucidar qué golpe sería
más doloroso: si la constatación de la actitud traidora de sus tres hijos o
saberse disminuido en sus facultades mentales. Sospechar de sus propios hijos
era ya insoportable. Sentía como si una araña estuviese tejiendo alrededor suyo
una tela de la que le era imposible escapar.
Pero él era un hombre forjado en la
dureza. Después de llorar, a solas, la posible traición, pasó a tramar un plan.
Habló en secreto con Mario y le dio instrucciones. Fingiría ceder, asumir su
“debilidad” y dejar que Bernardo asumiera el mando, con el supuesto visto bueno
de Mario.
Como parte de su maniobra, encargó a
un célebre joyero una pieza única: una araña de oro, engarzada en diamantes y
esmeraldas, digna de un príncipe. La guardó en un cajón bajo llave en su
escritorio. Ninguno de sus hijos sabía de su existencia.
No pasó más de cuatro días antes de
su desaparición. Sintió el dolor golpeando su corazón. No quiso salir de su
habitación en todo el día. Se vino abajo: ¿y si la realidad era que la tela de
araña la estaba tejiendo él mismo? Como pudo se recompuso hasta volver a
recobrar la confianza. Fingió consternación y lamentó su pérdida con pesar
teatral. Pilar trató de convencerlo de que esa joya jamás había existido.
—Papá… ¿otra vez esas historias?
Roberto miraba con desconfianza a
Bernardo, que aprovechaba para insistir:
—Papá, no podemos seguir así.
Necesitas atención especializada, y cuanto antes, mejor.
—Pero la empresa…
—Ya funciona sin ti. Solo falta que
me nombres presidente.
Roberto golpeó la mesa. Pilar lo
miró, apenas un segundo, y asintió sin mediar palabra.
—¿Y nosotros qué? ¿Nos quedamos
fuera?
—Calma. Todo está recogido en mi testamento.
Sólo pido tiempo… hasta mi cumpleaños. Por cierto, Bernardo, ¿has vuelto a
fumar?
—No, papá, ya sabes que lo dejé hace
años. ¿Por qué me lo preguntas?
—Déjalo… serán aprehensiones mías. Lo
mismo estoy perdiendo el sentido del olfato y me viene ese olor a tabaco. A
vuestra madre le pasó también.
El pequeño Eduardo, hijo de Bernardo,
corrió a abrazar a su abuelo. Darío lo adoraba. Era inquieto, espabilado y
tenía interés por todo. Le recordaba a él de pequeño: el mismo espíritu, el
mismo entusiasmo.
—¡Abuelo! ¡No quiero que te vayas a ningún
sitio! ¡Tú estás bien!
Sus hijos deslizaron sus ojos hacia
el suelo. Un rumor de vergüenza ataba sus lenguas. La verdad dicha por un niño
los dejaba desnudos.
La tensión crecía. Una tarde creyó
oír voces apagadas tras la puerta de la cocina. Reconoció a Bernardo y a
Roberto.
—… si no firmamos antes de fin de
mes, se nos complica todo— decía Bernardo.
Al abrir, cambiaron de tema con
torpeza.
—Hablábamos del alquiler de un local,
papá. Nada importante—se apresuró a decir Roberto, pero la taza de café
temblaba en su mano.
Darío oía molestos zumbidos que
confundía con cuchicheos. Notaba a su paso ese olor a tabaco que iba y venía.
Sus hijos hablaban en voz baja, callándose de golpe cuando entraba. Los desayunos
se tornaron de un silencio tenso sólo roto por el golpeteo de las cucharillas
contra las tazas.
Los episodios de confusión seguían sucediéndose
con la misma naturalidad de los días del calendario. Perdió su móvil: lo buscó
por toda la casa, convencido de haberlo dejado sobre el aparador de la entrada.
No apareció. Horas más tarde, lo encontró la señora del servicio en el
microondas. El móvil estaba encendido en modo grabadora, con una pista de audio
incomprensible. La mirada de su hija Pilar, con una mezcla de lástima y reproche,
le dolió más que haber perdido de vista el teléfono.
Al mirar su libretilla de anotaciones
vio con horror cómo en la localización del móvil figuraba sobre tachones la
palabra microondas. Cuando recobró el sosiego, al mirar con detenimiento la
letra le pareció una mala imitación de la suya.
Llegó el día del cumpleaños. Darío se
guardaba un as en la manga. Una estocada con la que daría un golpe definitivo
para zanjar el asunto. Los tres hermanos se mostraban inquietos y ansiosos,
como sentados sobre un avispero. Darío los miraba sembrando distancia hacia
ellos en su corazón. Habían cruzado la línea roja que ningún hijo debía cruzar.
Sopló las velas de la tarta buscando con sus ojos la sonrisa de su único nieto.
—Bueno, hijos… —dijo mirando el reloj
de pulsera— ya es la hora.
Los hermanos estaban expectantes, con
los ojos abiertos de par en par. La asistenta entró acompañando a Anselmo, el
notario. Al verlo aparecer, se tensaron
—¡Ah, sí! ¡Por fin! ¡Puntual como
siempre! Anselmo siéntate, te estábamos esperando.
Las miradas echaban fuego. ¿Qué
pintaba el notario allí? ¿Por qué su padre no les había dicho nada? ¿Acaso el
viejo zorro les tenía algo preparado?
—Bueno, abordemos la cuestión —dijo
al fin Darío. Anselmo está aquí para dejar bien claras las cosas. Anselmo te
ruego que tomes la palabra.
El notario carraspeó, solemne:
—la joya fue depositada en su
despacho, bajo mi presencia. La llave quedó en mi poder. El acta lo certifica.
Se impuso un silencio de plomo. Darío
los recorrió con la mirada. Sus hijos no se atrevían a levantar la vista. El tic
tac del reloj parecía retumbar en el salón. Sintió que le sudaban las palmas, y
una punzada atravesó su sien. Dudó: “¿Y si estaba yendo demasiado lejos?”. Demasiado tarde, no era momento para
vacilaciones.
Bernardo sintió el hielo treparle por
la espalda. Se sabía animal cazado. Sus dos hermanos le miraban con un odio
feroz.
Darío tomó la palabra:
—A raíz de estos acontecimientos,
anulo mi testamento y os acuso de atentar contra mi salud mental.
Ya iban a hablar Pilar y Roberto
cuando Darío los interrumpió.
—Ni se os ocurra… los tres participasteis.
Pilar parpadeó, tragando saliva.
—Papá… yo…
—Silencio —interrumpió Darío—. No hay
nada que decir.
Se sentían noqueados. “¡Joder con el
viejo! Tenía que haber sospechado de tanta conformidad…”, se decía Bernardo
lamentándose. ¿Qué iba a ser de él ahora, fuera del amparo del viejo? Ese viejo
al que instantes antes, consideraba fuera de juego…
Pilar frunció el ceño, cruzando los
brazos sobre el pecho.
—Papá, ¿dices que la llave solo
estaba en poder del notario?
—Pues... sí… —dijo con la duda
asomando por su cabeza.
—Entonces… ¿cómo es que pudiste
comprobar que la araña ya no estaba en el cajón? ¿Y si es otra de tus
confusiones? —Su voz tembló un poco, entre incredulidad y reproche.
El silencio surcó el aire. Pesado,
turbio. Darío se sintió perdido. ¿Cómo es que había dejado ese cabo suelto? ¿Y si efectivamente, era un descuido más?
El notario intervino con rapidez:
—Por protocolo, siempre se hace un
duplicado de la llave, que en este caso quedó bajo resguardo en el registro.
Eduardo apareció corriendo, con las
mejillas encendidas.
—¡Abuelo! ¡He encontrado un tesoro en
el jardín! ¡Es la araña más bonita del mundo! Estaba enterrada como si la
hubieran escondido.
Darío sintió el frío de la joya
atravesar su mano; afuera, sus hijos contenían la respiración. Un olor a tabaco
volvió a golpearlo, mezclándose con el miedo y la sospecha. En el aire quedó
flotando algo más denso que la duda.
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